Cuando lo lento cambia todo
Durante los primeros años del 2000, Netflix no estaba por desaparecer. Al contrario: su propuesta de enviar DVDs por correo crecía con fuerza. Pero Reed Hastings, su fundador y CEO, intuía algo. Sabía que la cultura de consumo se volvía cada vez más impaciente. Que algo tenía que cambiar. Lo difícil era saber cuándo, y cuánto arriesgar.
Lo que vino después fue una jugada contracultural. En 2007, en vez de “mejorar lo que ya funcionaba”, dejaron de apostar exclusivamente por el formato que los había hecho crecer. Y abrazaron una visión que aún no era rentable: el streaming. Apostaron por una tecnología que apenas se intuía, en un momento en que la conectividad de banda ancha recién empezaba a despegar. Fue una decisión que lo cambió todo.
Pero incluso los visionarios tienen errores. En 2011, Netflix anunció la separación de su servicio en dos marcas distintas: una para DVDs y otra para streaming. La nueva marca —Qwikster— confundió a los usuarios, duplicó procesos y vino acompañada de un aumento brutal de precios. Fue una señal fuerte. Y el sistema reaccionó: millones de suscriptores se fueron. Las acciones cayeron en picada. La continuidad de la empresa estuvo en duda.
La clave fue cómo respondieron.
Reed Hatings reconoció públicamente el error, revirtió la decisión, canceló Qwikster antes de su lanzamiento y volvió a unificar la experiencia del usuario.
No insistió.
No se atrincheró.
Eso salvó a Netflix.
Sobrevivieron a esa señal fuerte porque antes habían leído bien las señales lentas.
Blockbuster, en cambio, parecía estable. Su modelo funcionaba. Su marca era conocida. Pero ignoró las señales. Las fuertes —como el avance del entretenimiento digital— y, sobre todo, las lentas: el fastidio de tener que ir hasta una tienda física, las multas por devolución tardía, el cambio cultural hacia la inmediatez. También ignoró una propuesta que hoy parece casi irónica: Netflix quiso asociarse con ellos a principios de los 2000. Blockbuster, confiado en su modelo, se negó.
Y, sin saberlo, firmó su sentencia de muerte.
No colapsó de un día para otro.
Cayó por goteo. Por soberbia. Por inercia.
Por no saber leer lo lento.
Lo mismo ocurre con muchos riesgos: no explotan, se acumulan. Y cuando finalmente se revelan, ya no hay margen para prevenir. Solo queda adaptarse. Si es que aún se puede.
En un mundo programado para reaccionar a lo inmediato, las amenazas que se gestan en silencio rara vez entran en escena. Las catástrofes lentas no llegan con bombos y platillos. Erosionan estructuras, ecosistemas y vínculos en cámara lenta. Se cuelan por grietas pequeñas, persistentes. Solo basta recordar la fuerza que una simple gota ejerce sobre una piedra a lo largo de los años o lo que es dormir con un mosquito en la habitación. Solemos desestimar el poder y el impacto que tiene lo pequeño.
Mientras se monitorean riesgos de corto plazo, los fundamentos se desgastan. Y cuando el impacto se vuelve visible, ya no hay margen para prevenir: solo para absorber el golpe.
La IA y otras tecnologías emergentes pueden ampliar nuestra capacidad de anticipar. Pero la decisión de ver —y actuar antes del colapso— sigue siendo humana.
¿Tenemos el coraje de nombrar lo que aún no se considera riesgo?
Nombrar es empezar a gobernar
Toda organización vive dentro de un marco narrativo. Lo que se nombra, se vuelve visible. Lo que no, permanece fuera de radar: sin presupuesto, sin responsable, sin estrategia. Lo vemos a menudo en cómo se distribuye el rol de sostenibilidad dentro de las organizaciones: a veces bajo marketing, a veces en recursos humanos, a veces en finanzas. Esa decisión —aparentemente técnica— revela desde qué narrativa se está pensando la sostenibilidad. ¿Es un tema de reputación? ¿De personas? ¿De control de riesgos? Lo que no se nombra con claridad, se fragmenta. Y lo que se fragmenta, rara vez se prioriza. En ese punto ciego se incuban muchas de las catástrofes lentas que hoy enfrentamos.
Nombrar no es solo describir. Es un acto político. Es reconocer que algo existe y que merece atención, lenguaje, recursos. Por eso, una amenaza que no tiene nombre no puede gestionarse. Se diluye entre otras muchas prioridades. Se vuelve paisaje.
En términos técnicos, una catástrofe lenta es un proceso de deterioro progresivo que no genera alarma inmediata pero que, con el tiempo, puede producir impactos devastadores.
La desertificación, el agotamiento emocional sostenido, la pérdida de biodiversidad o incluso la dependencia estructural de ciertos países frente a flujos de recursos o tecnologías que se concentran geopolíticamente no surgen de un día para otro: son síntomas de decisiones tomadas —o evitadas— durante años.
El problema es que las organizaciones no están formateadas para registrar lo gradual. El lenguaje del management tradicional premia la acción rápida, la resolución visible, el resultado trimestral. Lo demás se archiva bajo la etiqueta: “interesante, pero no urgente”.
Así, lo lento se vuelve invisible. Y lo invisible, ingobernable.
No es que no sepamos qué pasa. Es que no lo interpretamos como amenaza mientras está sucediendo. Lo que cambia es el umbral de lo que estamos dispuestos a considerar problema. Un ejemplo claro es la pérdida sostenida de suelos fértiles en regiones agrícolas clave en LATAM. No se ve. No es noticia. Pero está ahí, degradando la productividad de la tierra, forzando migraciones silenciosas y tensionando la relación empresa–comunidad.
Hace muchos años tuve la oportunidad de ver el documental “Río arriba” de Ulises de la Orden, y conversar con él. Recuerdo que me impactó profundamente la compleja relación entre la desaparición de terrazas de cultivo en el norte argentino y las inundaciones en provincias como Buenos Aires. No era una relación directa de causa-efecto, sino parte de un sistema hídrico y ambiental mucho más amplio.
Otro caso menos tangible, pero igual de corrosivo, es la fatiga emocional que atraviesa a equipos en sectores estratégicos. No hablamos del estrés episódico, sino de un desgaste estructural, persistente, que afecta la toma de decisiones, la innovación y la ética operativa. No hay colapso visible. Pero hay fuga de talento, cinismo organizacional y pérdida de sentido del trabajo.
Lo más inquietante es que sus efectos no siempre se notan de inmediato, ni se limitan al entorno laboral. Como la pérdida de terrazas de cultivo, este desgaste deja el terreno expuesto: decisiones mal calibradas pueden generar desbordes en otras áreas de la organización, e incluso fuera de ella. Lo que no se resuelve internamente termina repercutiendo en la vida personal de quienes lideran y quienes son liderados, y en el tejido social que depende, directa o indirectamente, de esas decisiones. La fatiga no colapsa; filtra. Hasta que un día… desborda.
A este desgaste interno, se suma un fenómeno más reciente pero igualmente complejo: la cultura de la cancelación. En muchos entornos organizacionales se ha vuelto más riesgoso explorar un tema que repetir lo esperable. En apariencia, se sanciona el daño. Pero en el fondo, se refuerza el miedo. Y el miedo paraliza más que cualquier amenaza externa. Las conductas que emergen de la represión pueden parecer, en la superficie, similares a las que nacen de una comprensión profunda del problema. Pero el mar de fondo es completamente distinto.
También está la dependencia tecnológica: infraestructuras invisibles que sustentan procesos clave —logística, energía, datos— están cada vez más concentradas en pocas plataformas y actores. Este tipo de vulnerabilidad no se asocia al riesgo inmediato, pero cuando se activa, paraliza territorios o sectores completos. La ciberseguridad en clave ESG no es solo protección: es autonomía.
Y si hablamos de sistemas que se vuelven incapaces de renovarse, hay que mencionar la sobreregulación que, lejos de proteger, termina por ahogar la innovación. La intención puede ser evitar el daño, pero el resultado muchas veces es dejar sin oxígeno a quienes están construyendo nuevas respuestas. Entre la inacción y la hiperregulación, se bloquea la posibilidad de transformación real.
Y lo ambiental, no olvidemos lo ambiental: la desaparición progresiva de especies, los cambios sostenidos en patrones climáticos, o la salinización del agua. Todo eso ocurre hoy. El problema es que su velocidad no se ajusta a nuestros calendarios ni a nuestros formatos de gestión. Son problemas de longtaill (cola larga)
Los síntomas están. Lo que falta, muchas veces, es voluntad de leerlos como señales de un sistema que está dejando de sostenerse.
La activación constante del sesgo de confirmación juega en contra. Nos hace buscar lo que reafirma nuestras hipótesis, y descartar lo que las desafía. Así, las señales lentas quedan relegadas al segundo plano. Y lo que está en segundo plano no desaparece: sigue operando, sigue creciendo, sigue acumulando tensión. Como un software que corre en segundo plano, no llama la atención. Pero sigue activo. Consume batería, chupa recursos, enlentece procesos. A simple vista no es el culpable de nada, hasta que el sistema se sobrecalienta, se vuelve torpe, se cuelga. Entonces, entendemos —tarde— que aquello que parecía menor estaba alterando todo desde adentro.
La trampa del trimestre
Si solo miras el trimestre, todo parece estar funcionando. Esa es la trampa. Una trampa construida por los propios lenguajes e incentivos del sistema económico. Lo inmediato se premia, lo estructural se posterga.
Las organizaciones —y quienes las lideran— están formateadas para operar sobre lo urgente. La lógica del trimestre fiscal, del OKR mensual, del hito visible. Lo que no entra en ese calendario, no entra en la conversación. Y si no entra en la conversación, no entra en la gestión. Lo lento, lo difuso, lo acumulativo… queda afuera.
Pero que algo no sea visible no significa que no esté actuando. De hecho, muchas de las transformaciones más decisivas son las que se incuban por debajo del radar.
Despreciar lo pequeño y lo gradual es una ceguera conceptual. En la práctica, es cederle el control a las dinámicas que menos comprendemos.
El sesgo del corto plazo no solo limita la capacidad de anticipación. También produce una falsa sensación de estabilidad. Un dashboard puede estar en verde mientras el ecosistema que sostiene esa operación está colapsando. Y cuando finalmente llega el síntoma innegable —una protesta, una migración, una crisis reputacional—, la respuesta suele ser reactiva, descoordinada y tardía.
Salir del cortoplacismo no es sólo cuestión de ampliar horizontes de planificación. Es una tarea de reconfiguración cultural. De desarmar los patrones mentales que nos hicieron exitosos en otro contexto, pero que hoy nos impiden ver el borde del precipicio.
¿Cómo leer lo invisible?: pensamiento liminal y tecnología
Ver lo que aún no tiene forma requiere otro tipo de mirada. No alcanza con dashboards ni matrices de riesgo. Se necesita algo más difícil de sistematizar: sensibilidad, presencia, pensamiento liminal.
Pensar desde el umbral implica entrenar la percepción para captar lo que aún no encaja, lo que no tiene categoría. Es una forma de leer el presente con preguntas del futuro. Esa habilidad, aun escasa en estructuras rígidas, es clave para navegar entornos de ambigüedad.
Aquí es donde la tecnología puede sumar —si está al servicio de la conciencia, no del automatismo. La IA, por ejemplo, permite identificar patrones que escapan al ojo humano: correlaciones débiles, desplazamientos graduales, microtendencias. Pero esas señales no son decisiones. Alguien tiene que buscarlas, interpretarlas, darles contexto, traducirlas en sentido.
El riesgo no es la IA en sí. El riesgo es delegar la interpretación de lo lento en un sistema que fue entrenado para optimizar lo rápido.
Las tecnologías emergentes pueden ser aliadas en la detección temprana, pero no reemplazan el coraje organizacional de hacer las preguntas incómodas. Por eso, más que herramientas, necesitamos marcos de pensamiento. Mapas que nos ayuden a sostener la incertidumbre sin reducirla prematuramente a un dato o a un KPI.
Leer lo invisible es una práctica.
ESG+T como sistema estratégico
ESG no es una etiqueta de reporte. Es —o podría ser— un sistema nervioso organizacional. Una forma de sentir antes que todo colapse. Pero para eso hay que salir del enfoque contable y asumirlo como pulso estratégico.
Muchas organizaciones se acercan a ESG como si fuera un checklist para cumplir con el mercado. Pero en su núcleo, ESG es una herramienta de interpretación: permite conectar variables dispersas, ver patrones, detectar tensiones antes de que se vuelvan crisis. Si se usa bien, puede funcionar como una suerte de radar anticipatorio.
Por ejemplo, la dimensión ambiental no es solo medición de emisiones: es una puerta para leer la salud del ecosistema donde opera una empresa. La dimensión social no es solo encuestas o donaciones: es el pulso de las relaciones reales con personas, comunidades, cadenas de valor. La dimensión de gobernanza no es solo protocolos: es cómo se toman las decisiones, y qué riesgos quedan sistemáticamente fuera del mapa.
Pero el enfoque que más urge integrar hoy es el de la T (tecnología). En tiempos donde la digitalización atraviesa todas las capas del negocio, pensar la T como algo neutro o accesorio es perder el control del tablero. La T no es solo soporte operativo. Es arquitectura de poder, canal de influencia, infraestructura de decisión. Un algoritmo mal diseñado puede reforzar exclusiones. Una plataforma no auditada puede generar dependencia. Una IA sin gobernanza puede amplificar lo que más daña.
Por eso, hablar de ESGT implica recuperar el sentido político y estratégico de la tecnología. No basta con usarla: hay que entender cómo transforma lo que somos y lo que decidimos.
La clave está en no usar ESGT como etiqueta, sino como lenguaje. Un lenguaje que ayuda a hablar de lo complejo, de lo interdependiente, de lo que no entra en la lógica lineal. Cuando ESGT se vuelve conversación transversal, entonces sí puede funcionar como sensor temprano.
Usado con coraje, ESGT no solo ayuda a cumplir. Ayuda a ver esas señales lentas.
¿Y si la cultura es parte del problema?
Algunos de los riesgos más profundos nacen dentro, no fuera. No vienen de eventos externos sino de hábitos internos, creencias no discutidas, patrones de comportamiento que se dan por naturales. La cultura organizacional puede ser tanto blindaje como grieta. Y en el caso de las catástrofes lentas, muchas veces es lo segundo.
Cuando una organización normaliza la urgencia permanente, el silencio sobre lo incómodo o la celebración de la eficiencia a costa de la escucha, está sembrando las condiciones para el deterioro estructural. No porque haya malas intenciones, sino porque no hay espacio para percibir lo que se está descomponiendo.
La cultura también se expresa en lo que se castiga. En los entornos donde preguntar o advertir tiene costo, las señales tempranas no emergen. Las personas aprenden a callar para protegerse. Lo mismo sucede en culturas hiperoptimizadas, donde la vulnerabilidad no tiene lugar y la complejidad se traduce en riesgo reputacional. Así, lo lento, lo emocional, lo ambiguo queda fuera de marco.
Y si hablamos de ESGT, la cultura juega un rol doblemente crítico. Porque no solo determina qué se monitorea o se reporta, sino cómo se construye el ecosistema que da vida a la tecnología. ¿Quién diseña los algoritmos? ¿Qué valores quedan codificados? ¿Quién puede cuestionarlos desde dentro?
No hay transformación real sin transformación cultural. Y no hay cultura saludable sin la capacidad de nombrar lo incómodo, procesarlo colectivamente y actuar, sin miedo.
¿Quieres que sea más concreta? Bien, veamos el caso de Wells Fargo. A simple vista, cumplía con las exigencias regulatorias del mercado. Pero la cultura interna contaba otra historia. Se imponían metas de ventas inalcanzables, y se premiaban resultados sin importar cómo se lograban. En ese contexto, miles de empleados comenzaron a abrir cuentas falsas para cumplir objetivos imposibles. La presión era tal que se creó un sistema de incentivos tóxicos, donde las alertas internas eran ignoradas y quienes se negaban a participar eran sancionados o aislados.
La situación se hizo pública en 2016, cuando una investigación reveló que se habían abierto más de dos millones de cuentas sin consentimiento. El escándalo llevó al despido de más de 5.000 empleados, la renuncia del CEO, y una multa de 185 millones de dólares. Pero lo más grave fue el daño reputacional: quedó claro que el problema no era un grupo de “manzanas podridas”, sino una cultura que había convertido el riesgo en norma de funcionamiento: lo absorbió, lo permitió, lo premió.
Desde entonces, la empresa ha intentado rediseñar su cultura organizacional, reformar sus prácticas de control y redefinir sus valores. Vendió divisiones no estratégicas como la de gestión de activos y préstamos estudiantiles, cerró su sede en San Francisco, y tomó medidas visibles como cerrar cuentas inactivas y despedir empleados que simulaban actividad laboral. Todas estas acciones intentan reconstruir legitimidad y control operativo tras años de descomposición lenta. Pero el costo social, financiero y simbólico ya estaba hecho. No fue un accidente. Fue el resultado de no escuchar. De no nombrar a tiempo. De no actuar cuando todavía se podía.
El riesgo no estaba en los números. Estaba en lo que nadie se atrevía a decir en voz alta. Las organizaciones que no se animan a verse a sí mismas con honestidad radical, están destinadas a repetir lo que ya no funciona. Hay mucha más tela de la que cortar aquí, en especial la influencia del contexto en las decisiones estratégicas y el riesgo reputacional al estilo pedro y el lobo… pero eso lo dejamos para las sesiones del Master Executive en riesgos ESGT.
Cómo intervenir lo lento
La anticipación no es un lujo: es una estrategia de supervivencia. Pero anticipar no significa predecir el futuro, el futuro no es un pronóstico meteorológico. Significa construir condiciones para que, cuando lo incierto llegue, no nos encuentre sin palabras para nombrarlo, sin espacio para movernos y sin claridad para elegir bien.
Frente a las catástrofes lentas, la gestión tradicional de riesgos se queda corta. Necesitamos otra caja de herramientas. Una que no se base solo en probabilidad e impacto inmediato, sino en ritmo, acumulación y desplazamiento estructural.
Algunas estrategias que pueden marcar la diferencia:
Escenarios de transición
No se trata solo de imaginar escenarios extremos, sino de mapear posibles trayectorias entre el presente y un futuro deseado o temido. En una empresa de alimentos, por ejemplo, proyectar cómo impactaría un cambio en las regulaciones de agua, crisis logística por peligro geopolítico o en los hábitos de consumo permite tomar decisiones hoy —en logística, en diseño de producto, en alianzas— que abran opciones reales mañana. Es lo contrario al pensamiento en piloto automático.
Observación lenta
Los dashboards en tiempo real son muy valiosos a la hora de trazar estrategias y visualizar oportunidades, pero eso no suple la observación lenta: hace falta desarrollar canales de escucha prolongada: relatos de campo, historias mínimas, microtensiones que se repiten. Una directora de sostenibilidad en una empresa energética nos contó cómo, durante un taller comunitario en zona rural, un niño habló del color del agua del río y del dolor de estómago de su abuela. Los mejores insights ocurren cuando no se están buscando. Esa frase no entraba en ningún KPI, pero fue el inicio de una revisión completa del monitoreo ambiental. Lo que parece anecdótico puede ser un patrón temprano.
Indicadores híbridos
Combinar métricas duras con señales blandas. Medir emisiones, sí, pero también legitimidad social. Monitorear productividad, pero también coherencia narrativa. Cruzar datos cuantitativos con mapas de percepción, análisis de redes internas, escucha de conversaciones informales. A veces un gráfico en verde oculta una desvinculación emocional o una fatiga estructural o un espejismo.
Arquitecturas de decisión más diversas
Si las decisiones se toman siempre con los mismos lentes, lo que se ignora se perpetúa. Integrar voces distintas, disciplinas ajenas y perspectivas periféricas permite detectar lo que un comité homogéneo no ve. En contextos complejos, la diversidad no es inclusión simbólica: es herramienta de precisión.
Reentrenar la conversación organizacional
No basta con generar protocolos nuevos. Hay que modificar cómo se habla internamente del riesgo, de la incertidumbre, del error. Las palabras que una organización evita, son a menudo los lugares donde habita su punto ciego. Se trata de construir espacios donde no solo se tolere la duda, sino que se la considere un valor estratégico.
Esta es una diferencia clave con los llamados “cisnes negros” (eventos totalmente imprevistos, de alto impacto) o incluso los “cisnes verdes” (eventos climáticos con consecuencias sistémicas): las catástrofes lentas no se definen por su sorpresa, sino por nuestra ceguera voluntaria. No es que no pudimos verlas. Es que decidimos no mirar.
Actuar antes del quiebre no es garantizar certezas. Es ensanchar el campo de lo posible mientras todavía hay margen para decidir con sentido.
Comprender una tendencia lenta con la profundidad suficiente puede ayudarnos a desmontar la causa de cualquier próximo futuro. No se trata solo de anticipar efectos, sino de intervenir sobre las raíces. Pero eso requiere hacernos preguntas diferentes.
Nos esforzamos tanto en buscar soluciones para problemas que en realidad son efectos acumulados de decisiones anteriores, que perdemos de vista lo obvio: a veces lo más revolucionario no es hacer algo mejor, sino detenernos a preguntar: ¿es esto necesario en absoluto?
Esa pregunta cambia el diseño. Cambia el riesgo. Cambia el futuro.
Estrategia desde el umbral
Durante años, se nos entrenó para gestionar lo inmediato, para mostrar resultados rápidos, para contener lo visible. Pero las catástrofes lentas nos obligan a una tarea distinta: aprender a registrar lo que aún no estalla, lo que avanza por debajo, lo que no entra en los modelos porque incomoda.
Esta es una invitación a la responsabilidad, no como cumplimiento, sino como conciencia. El riesgo, en estos casos, es un umbral ético: pone a prueba nuestra capacidad de actuar cuando todavía podríamos ignorarlo. La pregunta ya no es qué hacemos si colapsa. La pregunta es: ¿qué hacemos ahora que aún no lo ha hecho?
Y la cultura organizacional —ese ecosistema sutil donde se gestan las decisiones— puede ser un terreno fértil para anticipar o un páramo donde nada se dice hasta que es tarde. No hay sistema de gestión que compense una cultura ciega o defensiva. Por eso, lo verdaderamente estratégico hoy no es solo prever escenarios, sino crear culturas que los puedan leer a tiempo.

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